Neoclasicismo

El auge de la burguesía tras la Revolución Francesa favoreció el resurgimiento de las formas clásicas, más puras y austeras, en contraposición a los excesos ornamentales del barroco y rococó, identificados con la aristocracia. A este ambiente de valoración del legado clásico grecorromano influyó el hallazgo arqueológico de Pompeya y Herculano, junto a la difusión de un ideario de perfección de las formas clásicas efectuado por Johann Joachim Winckelmann, quien postuló que en la antigua Grecia se dio la belleza perfecta, generando un mito sobre la perfección de la belleza clásica que aún condiciona la percepción del arte hoy día.

La arquitectura neoclásica era más racional, de signo funcional y un cierto aire utópico, como vemos en los postulados de Claude-Nicolas Ledoux y Étienne-Louis Boullée. Conviene distinguir dos tipos de arquitectura neoclásica: la de herencia barroca, pero despojada de excesiva decoración para distinguirse de la arquitectura rococó; y la propiamente neoclásica, de líneas austeras y racionales, sobria y funcional. A la primera pertenecen obras como el Panteón de París, de Jacques-Germain Soufflot, o la Ópera de Berlín, de Georg Wenzeslaus von Knobelsdorff; también se enmarca en esta línea el neopalladianismo británico y estadounidense. En la nueva línea más racional puede mencionarse el proyecto urbanístico de las Tullerías, de Pierre-François-Léonard Fontaine (iniciador del llamado «estilo Imperio»); la Piazza del Popolo de Roma, de Giuseppe Valadier; el Walhalla de Ratisbona, de Leo von Klenze; y el Museo del Prado de Madrid, de Juan de Villanueva.

La escultura, de lógico referente grecorromano, tuvo como principales figuras a: Jean-Antoine Houdon, retratista de la sociedad prerrevolucionaria (Rousseau, Voltaire, Lafayette, Mirabeau); Antonio Canova, que trabajó para los papas y la corte de Napoleón (Paulina Borghese como Venus, 1805-1807); y Bertel Thorvaldsen, muy influido por la escultura griega, consagrado a la mitología y la historia antiguas (Jasón con el vellocino de oro, 1803). Otros nombres destacables serían John Flaxman, Johann Gottfried Schadow, Johan Tobias Sergel y Damià Campeny.

La pintura mantuvo un sello austero y equilibrado, influido por la escultura grecorromana o figuras como Rafael y Poussin. Destacó especialmente Jacques-Louis David, pintor «oficial» de la Revolución Francesa (Juramento de los Horacios,1784; La muerte de Marat, 1793; Napoleón cruzando los Alpes, 1800). Junto a él conviene recordar a: François Gérard, Antoine-Jean Gros, Pierre-Paul Prud'hon, Anne-Louis Girodet-Trioson, Jean Auguste Dominique Ingres, Joseph Wright of Derby, Johann Zoffany, Angelika Kauffmann, Anton Raphael Mengs, Joseph Anton Koch, Asmus Jacob Carstens, José de Madrazo, etc.

Las artes decorativas se desarrollaron en diversos estilos, algunos de los cuales perduraron a lo largo del siglo XIX: el estilo Directorio surgió en Francia en la época del Directorio (1795-1805), caracterizado por las líneas sencillas, clásicas, sobrias, sin adornos excesivos; el estilo Imperio se desarrolló en la Francia napoleónica y de la Restauración, de donde pasó al resto de Europa, sustituyendo la sobriedad por la ostentación y el lujo, con un estilo suntuoso, con preferencia de temas exóticos y orientales; en contraposición, el estilo Biedermeier alemán presentó un diseño más práctico y cómodo, de líneas sencillas y hogareñas. Estos estilos influyeron en el isabelino español y el victoriano inglés, de aire burgués, dedicados al lujo y la ostentación, aunque sin renunciar al confort y la funcionalidad.

A nivel literario, a finales del siglo XVIII se produjo una vuelta a premisas clasicistas, con la pretensión de establecer un tipo de literatura preceptiva, ordenadora, con una base ética e intelectual. Muchos de los autores de esta época estuvieron a caballo entre el neoclasicismo y el prerromanticismo, destacando: Friedrich Gottlieb Klopstock, Christoph Martin Wieland, Henry Fielding, Laurence Sterne, etc. En España, se denotó la influencia del clasicismo francés y los preceptos fijados por Boileau, destacando José Cadalso, Juan Meléndez Valdés y Gaspar Melchor de Jovellanos, así como los fabulistas Tomás de Iriarte y Félix María Samaniego.92 El teatro neoclásico tuvo pocas variaciones respecto al desarrollado a lo largo del siglo XVIII, siendo su principal característica la inspiración en modelos clásicos grecorromanos, seña de identidad de esta corriente. Destacan: Vittorio Alfieri, Richard Brinsley Sheridan y Gotthold Ephraim Lessing y, en España, Leandro Fernández de Moratín y Vicente García de la Huerta.


La música clásica supuso entre el último tercio del siglo XVIII y principios del XIX la culminación de las formas instrumentales, consolidadas con la definitiva estructuración de la orquesta moderna. El clasicismo se manifestó en el equilibrio y la serenidad de la composición, la búsqueda de la belleza formal, de la perfección, en formas armoniosas e inspiradoras de altos valores. Nació el desarrollo, nueva forma de composición que consistía en desmontar el tema, cogiendo el ritmo o la melodía, pero cambiando la tonalidad a través de la modulación. Evolucionó la música de cámara al desaparecer el bajo continuo, en distintos formatos: dúo, trío, cuarteto, quinteto, etc. La música clásica está representada principalmente por: Franz Joseph Haydn, Wolfgang Amadeus Mozart, Christoph Willibald Gluck, Luigi Boccherini y Domenico Cimarosa. La ópera clásica era menos recargada que la barroca, con una música austera, sin ornamentos vocales, arias limitadas, recitativo con acompañamiento orquestal, argumentos más sólidos y personajes más verídicos. Destacan: Jean-Philippe Rameau, Christoph Willibald Gluck y, especialmente, Wolfgang Amadeus Mozart, autor de varias de las mejores óperas de la historia (Le Nozze di Figaro, 1786; Don Giovanni, 1787; La flauta mágica, 1791).


El ballet clásico también experimentó un gran desarrollo, sobre todo gracias al aporte teórico del coreógrafo Jean-Georges Noverre y su ballet d'action, que destacaba el sentimiento sobre la rigidez gestual del baile académico. Se buscó un mayor naturalismo y una mejor compenetración de música y drama, hecho perceptible en las obras del compositor Gluck, que eliminó muchos convencionalismos de la danza barroca. Otro coreógrafo relevante fue Salvatore Viganò, que dio mayor vitalidad al «cuerpo de ballet», el conjunto que acompaña a los bailarines protagonistas, que cobró independencia respecto a éstos.

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